Siempre cuento con mucho gusto las vacaciones que pasaba en el campo cuando era niña, con mi abuela por parte de madre - mamaia como dicen en Muntenia - a la que, aunque era una auténtica "jandarmier", quería mucho. El otro día estaba de visita y volvía a hablar de mi "país", de la cocina de verano con el horno campesino de ladrillos quemados, donde se cocían cozonaci y tartas de manzana y donde se hervía el maíz en los piros que había delante del horno. Volví a casa envuelto en estos recuerdos y seguí pensando en aquella vida campesina, donde todo se hacía con esfuerzo, el agua no salía del grifo sino del pozo, el calor no venía de la tubería sino que se hacía con tiempo, cortando leña, quitando la ceniza del fogón, haciendo el montón de leña en el fogón para que quemara bien y esperando a que el fogón estuviera caliente. Pero qué bien olía ese calor.
Los bellos objetos de madera de la infancia
Como la madera siempre está en mis pensamientos, empecé a buscar en mis recuerdos los objetos de madera de mi abuela. Recordé cómo lavaba la ropa con agua de lluvia y jabón casero en el árbol de madera (la albura), sentada inclinada en un soporte especial también de madera. No puedo describir la blancura de aquella ropa que finalmente se aclaraba con agua en la que ella ponía un poco de tendón (tinte azul natural). Era perfecto.
Me acuerdo del pozo donde la abuelita batía la mantequilla. De la gran caja de madera con patas cortas, que ella llamaba granero y donde guardaba la harina en un compartimento y el harina en otro. Del lavabo de madera junto a la bomba de agua donde se lavaban y escurrían los platos. La mesa bajo el manzano, hecha de tablas sin escarcha, donde almorzábamos en verano. De todas las cucharas, cucharillas y torcedores de madera, de los fondos derretidos de tanto usarlos, de la tacita (la tacita) en la que amasaba el pan, el casco para las tartas o el bizcocho.
También recuerdo los husos con los que mi madre hilaba la lana por la noche, en la salita, a la luz de la lámpara de gas y cómo me dormía con el chisporroteo del huso. Del telar donde tejía alfombras, colchas, almohadas y tapetes, de los jabones de guerra, del montón de cáñamo donde lo batía después de que hubiera estado un mes en remojo en el charco. De los barriles, la trituradora y la trilladora de maíz del almacén.
Me maravillaron las camas de madera con altos tablones en los extremos, el armario que tenía puertas de cristal en la parte superior, pintadas y repintadas con el tiempo, una auténtica exposición shabby chic; de la sencilla estantería, con tres palos apoyados en elementos torneados, sobre la que estaban los libros de mi tío; de la cómoda pintada de la "casa grande", donde mi madre guardaba las cosas muertas que había coleccionado cuidadosamente a lo largo de los años y que siempre me enseñaba para que no se me olvidaran; de la mesita de tres patas en la que solía girar la mămagliga y las sillitas que la rodeaban; del viejo icono, pintado sobre madera, que había velado durante generaciones, con el paño encima cosido con motivos campesinos.
Son recuerdos entrañables y, afortunadamente, no son los únicos. Representan una parte de mi vida, de nuestras vidas pasadas y creo que es bueno rememorarlas de vez en cuando. Podemos construir sobre ello, podemos y debemos mejorar la vida en el campo, pero creo que no debemos cortar las raíces. Y si es posible, conservemos cosas del pasado e integrémoslas en nuestra vida actual. Y sobre todo, no olvidemos.
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